Una reliquía – 1985

Villares Jadraque

La casualidad y un poco la suerte han dado conmigo en esta exten­sa comarca de vallejuelos que sirven de preludio a las faldas del Alto Rey. Aun a distancia se encienden al bajar los solecillos de junio cuando chocan con los techados pizarrosos de las parideras. Es un brillo argentífero que delata, en las lajas pedregosas de las lade­ras, la proximidad de las minas de plata. Casucas negras cada vez más a la mano. En el precipicio y en el alto comparten los tropelludos terraplenes las matas de jara y los roblecillos acabados de vestir. Baja un frío sorprendente de los picos nevados de Somosierra que obliga a enfundarse el jersey. El autobús de Pablo se la acaba de jugar por enésima vez librando las cuestas que sirven de balcón a las caprichosas corrientes del Bornova. El panorama que alumbra el descenso resulta sobrecogedor, temible, para quien, como el que estas cosas cuenta, se limita a cruzar por él de Pascuas a Ramos.

Al punto de apear en el empalme que abre las puertas de Villares, entra detras de mí el coche de línea. Pablo o Jesús, Jesús o Pablo, se pasean por estos parajes agrestes a diario, transportando viajeros que acuden de la capital o van a ella con espaciada asiduidad. En la parada de Villares se bajan un señor y tres jovencitas que, uno supone, vendrán a pasar el fin de semana. La circunstancia especial de coinci­dir además con los albores del verano, hacen que el autobús de la sie­rra suba hoy con un cargamento desacostumbrado. Pablo, el conductor, me lo explica desde la ventanilla.

– La mayor parte son chicos de estos pueblos que vienen del colegio. En vacaciones hay más movimiento que de ordinario.
– ¿Cuántos años llevas en la misma ruta?
– Por aquí, exactamente veintiséis.
– ¿No os da miedo andar por estas carreteras?
– Ya no. Se acostumbra uno a todo. Ahora esto es una autopista.

Un abuelo bajito, con boina y ojillos medio llorosos, remueve los surcos en un cercado de tierra oscura que hay por encima de la carretera. Es un anciano simpático y bonachón, de los que no se resignan a permanecer mano sobre mano catando a diario como los de su edad el sol de la esquina. Luego me diría que se llama Miguel.

– ¿Y qué se hace el hombre?
– Pues ya ve usted. Hiciendo unos surcos para las patatas. A ver qué pasa.
– Buena tierra parece.
– ¡Quiá! Es una tierra dócil; pero no es fuerte. Si el tiempo va de aguas, aun, aun; pero si no llueve, no hay nada que hacer.
– Muy sano se ve que es todo esto.
– Ah, sano sí. Pero también se muere la gente cuando le toca.

Ahora el pueblo. Los gorriones bullen a cientos escondidos entre la fronda de la alameda. Al frente, nada más llegar, viaja a caballo la rudimentaria fábrica de la iglesia mirando con los dos ojos de la espa­daña a las puestas del sol. De los dos vanos, uno solamente tiene cam­pana, de la que cuelga un cabo de soga para tocar. Por la curva que abo­ca en el empalme pasa un Land-Rover endiablado, con cuatro trabajadores jóvenes a bordo. Luego me acerco hacia la iglesia a probar suerte. No la hay. Está cerrada a cal y canto. Una plancha de aluminio la protege de los aguavientos del mediodía que por estas latitudes deben de ser demole­dores.

– Pues mire, en este momento acaban de cerrar. Han estado barriendo las mujeres hasta hace cinco minutos.
– No importa. Muchas gracias.

En un letrero que hay por encima de donde ahora voy, dice: «Casa de la Cultura de Villares de Jadraque». Poco más abajo se ven tres señoras. Dos de ellas están sentadas haciendo ganchillo, y la otra las mira puesta en pie. La mujer que no hace ganchillo arranca de pronto bailándose un par de compases por jotas de la sierra. En seguida lo deja.

– Por mí puede usted seguir. Lo hace muy bien, ya ve.
– Pues ahora no señor, porque una es muy vieja, pero bien rebién que beilábamos en nuestros tiempos. En este pueblo lo hemos hecho muy bien, gracias a Dios. Ahora ya no somos más que cuatro viejuchos malatos, y no valemos movernos, cuanto ni más para beiles.

La abuela me ha dicho que se llama Margarita.
– Y yo Manuela Llorente -me explica una de las otras dos.
– Y yo Remedios Borrego Losano -dice la tercera, con ostensible acento andaluz que puntualiza su marido.
– ¡Pero no digas Losano, que eres Lozano, aclárate!
– Bueno, ¿y qué más da? Yo es que soy de Puente Genil, de Córdoba.
– Pues se nota, no crea. ¿Y cómo aterrizó usted por aquí?
-¡Yo no aterrisé por aquí, oiga! Aquí tenemos nuestra casita y veni­mos en el verano. Mi marido sí que es del pueblo.
– ¿Se entienden bien una cordobesa y un serrano de Villares?
– Estupendamente, sí señor. Treinta y dos años ya, y tan felises. Es que, para que se entere usté, nos conosimos en Madrid cuando yo era co­sinera. Luego me escribió una carta que desía: “Si no me contestas a esta carta será una puñalada para mi corazón”. Me entró preocupación, palabra de honor, ya ve usted, y me dije: “Habrá que escribirle, no vaya a ser que al Juan le pase algo”. Y aquí estamos, cada día más felises, grasias a Dios.
– Sería un hombre estupendo, supongo.
– ¡Qué va! Si cuando lo vi me paresía manco. Llevaba el braso encogío dentro de la manga de la chaqueta como hasía frío. Iba el pobre como si le faltara la mano.
– Pero, de manco nada.
– Nada, de manco ni hablar. Cuando tomó confiansa tuve que decirle que un poco de formalidad, que no se me arrimara tanto. Si llega a ser ahora no pasa nada, pero entonses en Madrid en seguida miraba la gente.

Juan Martín, el marido, asiente con la cabeza y de cuando en cuando se mete a casa a ver la televisión, y al rato sale.

– Es que están televisando una corrida y uno es un poquito aficionao. Las otras mujeres se limitan a escuchar y a reír, como cada cual.
– ¿Y usted señora Manuela, no cuenta nada?
– Nada. Que estoy hartita con el ganchillo.
– No me diga ¿Pues, qué es loo que está haciendo?
– Un mantel para la mesa, ya lo ve. Lo empecé en septiembre y aún es­tamos así. Cada vuelta me cuesta dos horas, medidas por el reloj. Con esto del ganchillo las mujeres estamos a lo nuestro y hablamos menos, porque nos equivocamos.
– Ah, pues tampoco es mala cosa.

Busco la Plaza Mayor por callejones de tierra encajados en el hueco que dejan los rudos paredones de piedra gris. En los tejados oscuros de las casas crecen a pelotón los matujos que crían una flor a manera de piña, o de racimo con granos verdes y alargados. La gente del pueblo no sabe como se llama la dichosa planta que vive en la cubierta de los casillos y en los bardales de los huertos. Ahora sopla el viento fresco por las esquinas, se mimbrea la hierba. A medida que nos adentra­mos por callejuelas alisadas de hormigón, del pueblo surge el característico olor de los rebaños. Una oveja bala desde dentro de una taina. El quejido llega hasta mí filtrado por el ventanuco, y lánguido, lastimero, como salido de ultratumba. En una huerta asoman su ramaje verde los laureles, las higueras y los manzanos que sacudieron las heladas. Luego llegamos a la plaza. Un viejo con la cara apoyada sobre el arquillo de su garro­te, mata la tarde chupando del cigarro debajo de un olmo a mitad de la calle que sube.
La plaza la encuentro solitaria. Es una placita pequeña y cuadrilon­ga, con el piso arreglado recientemente. Un hombre atraviesa el lateral con una caballería cargada de heno. Hay una fuente, de la que cuelgan en el muro del fondo dos chorros de generosa caída. El agua se reparte so­bre dos abrevaderos, dejando transparentar en el fondo las piedrecillas como bolitas muertas, blancas y amarillas. Al cabo aparece una señora a llenar de agua su cubo de plástico.

– Pues les han dejado la plaza muy bien –le he dicho.
– Sí; por lo menos ya no se arman aquellos barrizales de antes en cuanto que caían cuatro gotas.
La mujer me deja pendiente la conversación en el momento que una vecina le avisa, desde la otra esquina de la plaza, que ha venido la furgoneta de los bollos.
– Bueno, pues que espere un poco, que en seguida voy.

Por la calle abajo viene un mozarrón con una guadaña al hombro. Al muchacho se le ve coloradote y fuere; no me recuerda ni por asomo la imagen tétrica de la muerte dallando vidas como inventaron los románticos.

La furgoneta del pastelero ha montado el establecimiento junto a la esquina de una casa en la que dice “Mesón”, escrito en el arco de un neumáti­co de automóvil. El mesón no tiene traza de serlo, ni siquiera de que dentro viva nadie.

Las mujeres forman un grupo de cuatro o seis detrás de la furgoneta. Ahí están la señora Remedios, la señora Margarita y la señora Manuela, aguardando su turno. Como es costumbre, las mujeres hablan todas a la vez.
– ¿De adonde viene el hombre?
– De Alcalá de Henares.
– Es usted nuevo en la sierra por lo que se ve.
– Un poco. En marzo empecé a venir.

El pastelero les da como obsequio a las señoras clientas un reloj di­gital por cada cuatro bolsas de magdalenas que le compran. Con el aquel del hombre de los bollos, casi todas las mujeres de la sierra llevan su reloj de cuarzo con numeritos negros.

– Menos yo -dice la señora Remedios, la de Puente Genil.
– Bueno, pues llévese dos hoy, por ejemplo, me guarda las fundas, y las otras dos se las puede llevar la semana que viene –le explica el pastelero.

El establecimiento sobre ruedas funciona hasta los topes de material la más de apetitoso: cajas de rosquillas, de bollos, de pastelitos y de magdalenas, servidas al consumidor a la puerta de su casa hasta el último rincón del mapa. De cara al verano se me ocurre pensar que puede ser un gran negocio. Así da gusto.

– Pues no crea que no hay que sudarlo, y meterse por carreteras que uno no sabe si cualquier día no se quedará por ahí tirado en algún barranco.

La misma pregunta del señor de los bollos se ha hecho a sí mismo en más de una ocasión quien esto escribe, y ahí está todavía, no sabe por qué, rodando una vez y otra por senderos y vericuetos apenas transita­bles, buscando donde piensa que puede encontrar la recom­pensa del calor humano.

El abuelo Miguel sigue maldoblando el riñón en su huerto del Saz, ya en la carretera. Llegué con la tarde a medias y aún queda una hora de sol por lo menos. Es el milagro permanente de los veranos en la sierra. Atrás la cima del Alto Rey, a la que miro con el rabillo del ojo desde la ven­tanilla del automóvil con respeto y veneración grandes. En Villares, a cierta distancia, solo se ven sobre la costra gris de los barrancos y de los altos, las florecillas blancas del jaral y se sienten los remo­tos cantos de las aves.

(N.A. Julio, 1985)

Por José Serrano Belinchón, http://guplazamayor.blogspot.com.es/2009/12/villares-de-jadraque.html